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martes, 8 de agosto de 2017

El Vencejo. Volar por no parar.

Primera semana de agosto y apenas sí se escuchan ya en mi barrio los estridentes gritos del vencejo, con los que desde más o menos abril o mayo me había acostumbrado a despertarme. Aunque al principio pasan casi desapercibidos, van llegando con la primavera, de África, donde han pasado el invierno, y ocupando sus nidos, los mismos del año pasado.  Llegan, igual que se fueron, cada uno por su lado. Salvo los que desgraciadamente hayan quedado en el camino, macho y hembra mantienen nidito y amor por el resto de su vida.
    Esas carreras, o persecuciones, en las que desgañitan sus gargantas me han acompañado desde mi adolescencia, o antes incluso, aunque yo no era consciente. A grito limpio están delimitando su territorio, diciendo a los demás “aquí vivimos nosotros “y “cuidadito con entrar sin permiso”. ¿A quién se lo dicen? Pues a los jóvenes solteros, de apenas dos o tres años de edad, que andan como locos (esos gritos) buscando pareja y piso. Y es que no hay para todos, así que más vale espabilarse.
    Esa algarabía y actividad frenéticas de las que hacen gala no bien empieza a amanecer son para mí el mejor símbolo del verano, de la alegría por el buen tiempo, de las vacaciones. Bueno, ya sé que no es así para todo el mundo. ¡Qué le vamos a hacer!